Despierto tarde. Ayer me echaron del trabajo. El
celular lleno de llamadas pérdidas. Algunos mensajes de texto. Ni una de esas
llamadas es tuya. Sólo te dignaste a enviarte un mensaje y a suponer que no
quiero hablar con nadie. No importa. Intento levantarme. Me cuesta un montón.
Abro la ducha, dejó correr el agua por varios
minutos y enciendo el equipo. Algo de Faith No more para abrir los ojos. Voy a
la cocina. Un poco de jugo de naranja y unas tostadas son suficientes para
volver a la vida. Llamó al Rodolfo, mi amigo policía. Me dice que me espera en
su oficina en media hora.
Le cuento que me echaron de la pega. Me dice que
lo lamenta mucho, pero que sabe que vendrán tiempos mejores. Antes de seguir
con palabras tristes, le pido ayuda. Quiero por fin conocer el rostro de mi
padre. Ingresamos al sistema de identificación. Buscamos por el nombre. Hay al
menos 20 hombres que se llaman igual. Vamos descartando por edad. Quedan 10.
Descartamos a quienes no viven en la Octava Región. Sólo 2. Llegamos a un
profesor. Vive en Juvenil Obrero.
“Aquí está la foto. Él es tu padre. Ven a
conocerlo”, me dice el Rodolfo. Avanzo lentamente y me instalo frente a la
pantalla del computador. Y entonces aparece la imagen. Por primera vez en mis
33 años el nombre de mi padre tiene un rostro. Se parece a mí. Es innegable.
Casado. Tres hijos en su matrimonio. Su esposa
también es profesora. Dos hijos fuera del matrimonio. Yo ni siquiera existo en
ese registro. Uno de sus hijos legales se llama igual que yo. Raro. Rarísimo. ¿Por
qué decidió ponerle el mismo nombre?, ¿Por qué tener dos hijos con el mismo
nombre?, pienso. Siento como si me hubieran dado un golpe en el estómago.
“Voy a ir a conocerlo. Total no tengo mucho que
hacer en estos días”, le digo al Rodolfo. Anoto la dirección en un papel y lo
guardo en la billetera. Me despido. Salgo de la oficina. Respiro hondo. Es
difícil abrir una puerta que siempre estuvo cerrada. Es difícil más aún cuando a
uno recién lo echaron de la pega.