La
Paula me llamó como a las dos de la mañana. Alcanzó a decirme que su abuelo no
resistió más en la clínica y se fue para siempre. ‘Nunca más lo voy a ver.
Jamás. Se fue para siempre’, me dijo llorando pegada al teléfono.
Ahora
la miro en la iglesia y el dolor no se detiene. Adelante están su hermana
Camila y su mamá. Se ven muy tranquilas. Tristes, pero tranquilas. La Paula en
cambio no para de llorar. Toda la tarde han tratado de calmarla, pero nada.
Su
mamá le dice que esté tranquila, que tenga fe. Que recuerde que algún día se va
a poder reunir con su abuelo en el cielo. Le pide que confíe en Dios y que le
pida consuelo. La Paula sólo sonríe.
Sé que
esas palabras no le sirven de nada. La Paula es agnóstica. No le ha contado a
su madre. Sabe que ella se moriría de pena. Para la Paula su abuelo se fue para
siempre. Tiene la certeza de que nunca más lo va a volver a ver. Siente que no
hay nada más allá de la muerte y que eso del cielo y el infierno son sólo
historias con buenas intenciones.
La
Paula se sienta junto a mí. La abrazo y le acarició el pelo. Esa es mi forma de
consolarla. Ella no hace más que llorar. “No es fácil ser agnóstico”, me dijo
una vez cuando conversamos sobre la fe. Recién ahora lo entiendo.
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