“Anda a
cazar dragones y en el camino te vas a dar cuenta que son sólo fantasmas”. Así
me dijiste una vez cuando te conté de mi viaje a Los Ángeles. Siempre pensé que
estarías conmigo en la aventura, pero el tiempo quiso otra cosa.
Viajo casi
a ciegas. No tengo mucha información, sólo algunos datos básicos: mi padre:
tiene el mismo nombre que yo, es profesor de música y vive en Yungay, Octava
Región. Creo que no será difícil. Lo complejo son dejar atrás mis temores.
Mi Paula,
mi hermana, se ofreció a acompañarme. Decidí que no, que está era una historia
que debo completar solo. Afrontar los miedos que me han acompañado durante 29
años y acabar con los fantasmas.
A Yungay
llegó como a las 3 de la tarde. La ciudad está de fiesta y ya casi no quedan
hostales donde alojarse. Pregunto en un par de ellos y la respuesta es la
misma: está todo ocupado. Camino por las calles, me siento en la Plaza de Armas y observo a
la gente. Creo que de repente va a pasar a alguien que voy a sentir cercano.
Pasan las
horas. Decido ir a la comisaría de Carabineros más cercana. Me atiende un
oficial a quien le explico las razones de mi viaje. Ante cada palabra aflora la
pena. Siento lastima por mí. Me duele decir que busca a
mi padre, que busco al hombre que para mí siempre ha sido un fantasma y que hoy
necesito mirarlo a la cara.
El oficial me dice que el carabinero
especialista en los encuentros familiares tiene día libre, pero que mañana
estará a primera hora. Salgo de la comisaria. Tengo ganas de llorar. Vuelvo a la Plaza de Armas de Yungay.
“Mañana será otro día. Esto recién comienza”, pienso.
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