“Faltan quince minutos para las ocho y espero
sentado en una banca frente a un monumento en la plaza de Los Ángeles. El
hombre, el profesor, el desconocido, mi padre debe estar por llegar. Jamás he
dudado de que vaya a fallar. Sé que va a llegar. Sabe que sólo necesito
conversar y aclarar dudas. Sólo esta ocasión y desapareceré para no volver
jamás. Mi única intención es alejar fantasmas y cerrar para siempre esa puerta.
A las ocho de la noche llega aquel hombre que tanto
imaginé e idealicé. Se sienta a mi lado en la banca e intentamos ponernos al
día. Nos contamos sobre nuestras vidas, un repaso rápido. Me cuenta que pasa
por un mal momento con su esposa. Una crisis. Me agradece que todo lo que hice
por ubicarlo, fuera así, de bajo perfil, sin tanto ruido. – Que aparezca un
hijo ahora, de 33 años, sin que nadie haya sabido antes, es para que me echen
de la casa altiro…
Me habla de sus hijos y del poco respeto que le
tienen. De su hijo universitario que se llama igual que yo. Jamás supo el
nombre que mi madre me puso, por eso hay dos hijos con el mismo nombre. Esa es
una primera interrogante resuelta.
Se acuerda de cuando conoció a mi madre. Tenía 17
años. Mi madre era un poco mayor. Ella trabaja como asesora del hogar en Los
Ángeles. Él era solo un pendejo pasándolo bien. Se llevaban bien, me cuenta.
Anduvieron juntos como un año. De repente llegué yo al mundo. Mi madre se fue
de Los Ángeles. Cero apoyo. Él no tenía idea de qué hacer. Era sólo un cabro
chico, dice. Asegura que intentó buscar a mi madre, pero que nadie le ayudó. No
hubo forma de encontrarla y después dejó las cosas en manos de su padre, mi
abuelo.
Soy el mayor de seis hermanos. Ninguno de los cinco
sabe que existo siquiera. Me dice que está cansado de hacer clases, que hace
rato perdió el amor por enseñar, por el aula, por los alumnos y que hoy busca
un trabajo administrativo. Me habla de su afición por la música. De sus escapes
cuando era chico. De lo controlado que lo tenía su padre. De algunas de sus
aventuras amorosas.
Siento amargura. Tristeza. Es una decepción conocer
a este hombre. Absolutamente normal, cansado, hastiado de vivir. Sin sueños.
Marcando el paso. Sobreviviendo.
Esperaba un hombre esperanzado en un mundo mejor.
Con ideales. Algo que me hiciera entender quién soy, hacia dónde voy, qué
quiero de la vida y nada. Decepción absoluta.
Intercambiamos teléfonos y nos prometemos estar en
contacto, o al menos vernos cuando él tenga algún viaje al sur. No hay nada, no
habrá nada. Los dos lo sabemos, pero igual anotamos el número.
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